Recuerdo a Chantal Maillard exponiendo las diferencias entre el modo poético y el filosófico en una entrevista concedida a Babelia, en junio de 2007. "El modo poético es receptivo y el filosófico requiere indagación", decía la poeta. "La actitud en la filosofía es voluntariosa, mientras que la poesía requiere un decaimiento de la voluntad".
Personalmente, siempre me ha fascinado ese juego de entrega y dominio que se establece entre el poeta y su obra. El poema se impone de repente. Los más platónicos dirían que busca la mano que lo escriba. Y, sin embargo, la escritura también es, en muchos sentidos, una lucha por llevar las riendas de ese algo que tiende a desbocarse.
En mi caso, el trabajo, la corrección y la vuelta incesante a lo creado no es más que un ejercicio en el que el que voy borrando todo lo que no es, simple y llanamente, el poema. O, como diría Maillard, todo aquello que es mi "voluntad".
Porque los poetas, voluntariosos, a menudo queremos dirigirnos con el verso a alguna parte, usar esa palabra que nos gusta, decir en una estrofa aquello que pensamos... Se olvida, como cuenta Jorge Riechmann en su "Resistencia de Materiales" (Montesinos, 2006), que "cuando el poeta sabe más que el poema, este último no tiene mucho que decirnos".
Sí. El poema se impone, se da y precisa que se le reciba. Sobreviene en cierto modo como una revelación. No; no como una revelación, porque eso nos obligaría a depender únicamente de inspiraciones y otros trances... Viene más bien como un deslumbramiento en el que influye tanto la luz como una retina predispuesta a lo luminoso. Ante ambas, poco puede hacer el poeta. Doblegado ante su propia forma de mirar, ante lo incontestable de la realidad, tangible o no, que se le ofrece, se abandona; escribe.