31 de diciembre de 2009

Las doce irreparables campanadas

FIN DE AÑO

"Ni el pormenor simbólico
de reemplazar un tres por un dos,
ni esa metáfora baldía
que convoca un lapso que muere y otro que surge,
ni el cuplimiento de un proceso astronómico,
aturden y socavan
la altiplanicie de esta noche
y nos obligan a esperar
las doce irreparables campanadas.
La causa verdadera
es la sospecha general y borrosa
del enigma del tiempo;
es el asombro ante el milagro
de que a despecho de infinitos azares,
de que a despecho de que somos
el río de Heráclito,
perdure algo en nosotros:
inmóvil,
algo que no encontró lo que buscaba".

Jorge Luis Borges

20 de diciembre de 2009

Para que nos quieran...


Escribo para mí porque, si nadie me leyera, seguiría escribiendo. Porque, con el tiempo, lo que cuento ha comenzado a definirme; así que al final acabo pensando lo mismo que pongo en el papel en lugar de, más sensata, dedicarme a escribir lo que pienso. Escribo para mí porque, cuando eso sucede, escribir y pensar son ya la misma cosa.

Dice mi amigo Javier Díaz Gil que se empieza escribiendo a veces como terapia y como desahogo, por necesidad y porque a menudo "no hay más remedio". Porque, como me cuenta David Lerma, "la realidad que me rodea no acaba de gustarme, y en vez de beber en exceso, o de correr maratones, o de practicar el suicidio, pienso que inventando argumentos o personajes esa realidad va a quedar sepultada". "Se escribe porque ´la voz´ nos hace escribir", opina José María Herranz. Y se escribe siempre para algo, aunque ´sólo´ sea "para interpretar el mundo y para interpretarme a mí mismo frente al mundo", como me explica Javier.

Yo también interpreto el mundo cuando escribo. Me lo invento. Escribo, como dice ese poema bellísimo de Gonçalo María Tavares, "porque perdí el mapa". Y los temas son mis temas y los mundos son mis mundos y no logro salirme nunca de la inmediatez redonda de mi ombligo.

Escribo lo que me gustaría leer porque "soy mi primer lector"; coincido con Aureliano Cañadas. Pero también es cierto que escribiría distinto si supiese que nadie va a leerme nunca.

"Jamás se escribe para que te lean", me decía el otro día el poeta Fernando Soriano Bensusan, "escribes porque lo necesitas y necesitas que alguien te lea. Si nadie te lee no existes".

Así que, después de todo, no importa cuál sea el impulso o lo íntimo de esa la necesidad primera. Al fin y al cabo se escribe para el otro, para ofrecerse al otro, para presentarse al otro. Para -como declaraba Henri Michaux- "dar a conocer a una persona que, viéndome, nadie habría podido sospechar jamás que existiera".

A mí, viéndome, nadie diría que soy la poeta que encierro en mí. Y es que, con el tiempo, he llegado a comprender, no sin un cierto dolor, que soy mejor cuando escribo. El día que supe esto comprendí también el verso de Juan Gelman que dice "escribo ahora para que me quierás".

Sí, la mayoría de los poetas somos mejores cuando escribimos. Y escribimos, creo, para que nos quieran.


Imagen: títere de Marina Tapia Pérez para representar el poema "A un hombre sentado", de Ana Delgado Cortés

10 de diciembre de 2009

El síndrome de Zelig

Criticaba un amigo el otro día la enloquecida actividad artística de un Madrid en el que bares, cafés, centros culturales, bibliotecas, albergan día sí, día también, su grupito de poetas.

En medio de este universo -en expansión- de comunidades artísticas, me pregunto hasta qué punto esta convivencia impulsa al poeta concreto, individual, a permanecer fiel a su camino. Suponiendo, claro está, que se dirija realmente hacia algún sitio o -aún más suponer-  que de ir a alguna parte sepa hacia dónde se encamina...

El caso es que las tertulias, talleres, grupos, colectivos o agrupaciones más o menos estables de poetas se mueven en un doble filo y exigen, por lo tanto, un equilibio a menudo difícil entre el individualismo, inherente a toda manifestación artística, y la cooperación.

Asidua de grupos literarios desde mis tiempos en la Universidad, valoro en estos grupos justamente aquello mismo que rechazo: lo inevitable que resulta que el arte evolucione a partir del contacto con los otros.

Porque lo que ocurre es que el escritor en comunidad se ve, en primer lugar, motivado a la producción, urgido por la propia dinámica de un grupo que se nutre de la actividad de sus componentes. Multiplica su acceso a textos y lecturas y, lo que es más importante, relativiza su creación limando, en el mejor de los casos, aquello de su obra que es demasiado él mismo, aquello que, fruto de un excesivo apego a su individualidad, es más exhibición egocéntrica que arte.

Pero he ahí, precisamente, el principal peligro. Salir en exceso de uno mismo, impulsado por el gusto colectivo, puede acabar convirtiendo a estos poetas en "profesionales", en el sentido que Gombrowicz daba a este apelativo en su discurso Contra los poetas: "podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo, porque tiene que expresar los versos".

Se me ocurre que los grupos pueden llegar a convertir a los artistas en una suerte de Zelig, el genial protagonista de la película de Woody Allen, que se modela y se inventa a sí mismo a partir del gusto o el interés de quien tiene enfrente. Porque el poeta se alimenta y retroalimenta de los suyos. Aunque también sea Gombrowicz quien advierte: "mi arte ha crecido no tanto en contacto con personas semejantes a mí, sino de la relación con el adversario".

Yo, en cambio, confieso que mi arte ha crecido en contacto con los poetas. No puedo escribir contra ellos ni dejar de encontrar utilidad en el intercambio que se produce con cada encuentro. Sin embargo, es ese ajuste a veces inevitable hacia el otro, ese gusto común que se construye o esa búsqueda de aceptación o (por qué no decirlo) de halago, lo que nos destruye como artistas.

Alerta, pues, ante el síndrome de Zelig, ante el compadreo y la creación indiferenciada que alimentan determinados círculos poéticos. No sea que de verdad tengamos que "parar la producción cultural" madrileña "para ver si lo que producimos tiene todavía alguna vinculación con nosotros". Gombrowicz, nuevamente.

14 de septiembre de 2009

El decaimiento de la voluntad



Recuerdo a Chantal Maillard exponiendo las diferencias entre el modo poético y el filosófico en una entrevista concedida a Babelia, en junio de 2007. "El modo poético es receptivo y el filosófico requiere indagación", decía la poeta. "La actitud en la filosofía es voluntariosa, mientras que la poesía requiere un decaimiento de la voluntad".

Personalmente, siempre me ha fascinado ese juego de entrega y dominio que se establece entre el poeta y su obra. El poema se impone de repente. Los más platónicos dirían que busca la mano que lo escriba. Y, sin embargo, la escritura también es, en muchos sentidos, una lucha por llevar las riendas de ese algo que tiende a desbocarse.

En mi caso, el trabajo, la corrección y la vuelta incesante a lo creado no es más que un ejercicio en el que el que voy borrando todo lo que no es, simple y llanamente, el poema. O, como diría Maillard, todo aquello que es mi "voluntad".

Porque los poetas, voluntariosos, a menudo queremos dirigirnos con el verso a alguna parte, usar esa palabra que nos gusta, decir en una estrofa aquello que pensamos... Se olvida, como cuenta Jorge Riechmann en su "Resistencia de Materiales" (Montesinos, 2006), que "cuando el poeta sabe más que el poema, este último no tiene mucho que decirnos".

Sí. El poema se impone, se da y precisa que se le reciba. Sobreviene en cierto modo como una revelación. No; no como una revelación, porque eso nos obligaría a depender únicamente de inspiraciones y otros trances... Viene más bien como un deslumbramiento en el que influye tanto la luz como una retina predispuesta a lo luminoso. Ante ambas, poco puede hacer el poeta. Doblegado ante su propia forma de mirar, ante lo incontestable de la realidad, tangible o no, que se le ofrece, se abandona; escribe.

13 de septiembre de 2009

El "pisto" poético

Leí hace tiempo, tanto que ya no recuerdo ni dónde, una entrevista a Pepe Hierro en la que un periodista reiteraba la eterna cuestión: ¿cuánto hay de sentimiento, de inspiración y de trabajo en un poema?

"Mire", venía a decir el poeta en su respuesta (cito de memoria), "el sentimiento es como quien va al mercado y se compra unos tomates y unos pimientos hermosísimos, y se enamora del color, de la forma y del olor de las hortalizas de tal modo, que no puede por menos que comprarlas y llevarlas a su casa".

"Pasan los días", continuaba Pepe Hierro, "y uno abre la nevera y ahí están esos tomates y esos pimientos, y decide que es momento de sacarlos y de hacer algo realmente apetitoso con ellos. Eso es la inspiración". Finalmente uno corta las verduras, las echa a la sartén con la cebolla, y las mima, las sofríe, las sazona. "Eso es el trabajo", apostillaba el poeta.

Curiosa gastronomía poética, pensé entonces. Aunque, lo confieso, me pregunto ahora cuánto de arrebato inspirado puede encerrar el trabajo que supone corregir de sal o añadir aceite... Pero eso quizás dé para otra entrada.

9 de septiembre de 2009

Materia y mirada

Veo en el metro cada día imágenes como la que hay sobre estas líneas. Como ésta en concreto, del fotógrafo Javier Sánchez Salcedo, o como cualquiera de las incluidas en su álbum MetroLand.

Sin embargo, nunca las he visto de este modo. Me refiero a que, para mí, viajera de las 8.20 a.m., los andenes no son líneas en fuga y la rodilla de mi compañera de vagón, que revisa sus apuntes, a duras penas suele ser el centro de un mundo en el que confluyen luces, trenes y estaciones.

Siempre me faltó ojo para estas cosas. Y quizás por eso tengo claro que la foto nunca está ahí fuera. La realidad (el bolso a cuadros, el tren parado, las líneas del andén...) no hace la imagen. Como tampoco creo que la vida haga necesariamente al arte ni el amor al verso.

En cierto modo, las imágenes de MetroLand me recuerdan que la foto está en el ojo del fotógrafo, igual que el poema habita en la retina del poeta. Y digo en su retina -y no en su corazón o en su lengua-, porque escribir poesía a menudo consiste en ver. En enfocar la realidad con una perspectiva determinada y alumbrarla con una luz que es el color del cristal con el que el poeta mira el mundo. A la unión de estas dos cosas, enfoque y luz, hay quienes prefieren denominar "voz propia".

Y así ocurre que el poeta, como buen fotógrafo, selecciona un fragmento del entorno inabarcable y lo congela en el tiempo. Éste convierte la imagen en fotografía; aquél, la realidad en materia poética.

Porque con el tiempo me convenzo de que el objeto poético no existe, y en vano hacemos poesía del paisaje motivador o de un estado de ánimo determinado creyendo, ingenuamente, que es la realidad (psíquica o tangible) lo que inspira al poema. Lo único que es esencialmente poético es la mirada del artista; sin ella no hay poesía. Es más, desde la humildad de un ojo que sólo consigue ser artista a ratos, sostengo que la poesía no es nada más que una forma de mirar.

“Lo que deslumbra hiere”, decía el poeta salmantino Aníbal Nuñez. La claridad rotunda con la que a veces se manifiestan las cosas es el mayor golpe para el ojo del poeta. También es su mayor don. La realidad, fija en su retina lo deslumbra y lo conmueve. Por eso escribe. Para eso escribe.

Para acceder a MetroLand, de Javier Sánchez Salcedo:
http://www.flickr.com/photos/mndigital/sets/72157600017481753/

31 de agosto de 2009

Vivir poéticamente

En diciembre de 2000, Félix de Azúa publicaba el siguiente artículo en El País:

"Esta mujer madura y suave que se prueba monturas de gafas, una verde, otra negra, otra dorada, y se mira al espejo de la óptica avanzando un pie de bailarina, con toda certeza ignora que está viviendo su vida poéticamente. Pero así es. Si en lugar de una vida poética llevara una vida científica y filosófica, de lo más probable es que no se probara ni una sola montura. O sólo una. Absorta en la gravedad de las verdades terribles, viviría refugiada en su casa y de vez en cuando leería a Pascal. Por fortuna, su vida es poética, y se probará cientos de gafas antes de decidir cuál de ellas es la que mejor conviene al sueño que tiene de sí misma. No te impacientes: déjala que escriba su poema.

"El verso de Hölderlin que viene a decir ´poéticamente habita el ser humano la tierra´ no debe aplicarse a los poetas que escriben versos ni a los filósofos que comentan esos versos, ni a los científicos que los analizan, sino a la gente común que quizás nunca ha leído un poema. El campesino que monta en el tractor de buena mañana para manifestarse y defender su lugar en la tierra, la anciana que mira las imágenes siniestras o admirables de la TV y las comenta en soledad con risas breves, la muchacha que compra lotería y consulta el horóscopo o el oficinista que cuelga una foto de su novia en el ordenador y la contempla arrobado; éstos viven poéticamente.

"Es imposible vivir la vida cotidiana sin segregar poesía como la araña el hilo que la sostiene en el aire. Y como ella tejemos nuestro poema, mediocre o grandioso, a lo largo de las horas: cuando al guisar añadimos laurel o fijamos las ocho en el despertador persuadidos de que estaremos vivos a la mañana siguiente, algo que el científico y el filósofo saben que es tan sólo una posiblidad. Y no siempre la mejor. Nos escribimos suspendidos sobre el vacío.

"El gran Giorgio Manganelli, otro de los inmensos olvidados, lo resumía ccomo una metáfora de cornucopia: ´los humanos redactan sus sueños mojándose, como plumillas de sí mismos, en el tintero de la noche´. En ese líquido negro que nos permite escribir el sueño de nuestra vida, brilla, enigmática, la luz del día, incluso en el corazón de las tinieblas".
 
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