10 de diciembre de 2009

El síndrome de Zelig

Criticaba un amigo el otro día la enloquecida actividad artística de un Madrid en el que bares, cafés, centros culturales, bibliotecas, albergan día sí, día también, su grupito de poetas.

En medio de este universo -en expansión- de comunidades artísticas, me pregunto hasta qué punto esta convivencia impulsa al poeta concreto, individual, a permanecer fiel a su camino. Suponiendo, claro está, que se dirija realmente hacia algún sitio o -aún más suponer-  que de ir a alguna parte sepa hacia dónde se encamina...

El caso es que las tertulias, talleres, grupos, colectivos o agrupaciones más o menos estables de poetas se mueven en un doble filo y exigen, por lo tanto, un equilibio a menudo difícil entre el individualismo, inherente a toda manifestación artística, y la cooperación.

Asidua de grupos literarios desde mis tiempos en la Universidad, valoro en estos grupos justamente aquello mismo que rechazo: lo inevitable que resulta que el arte evolucione a partir del contacto con los otros.

Porque lo que ocurre es que el escritor en comunidad se ve, en primer lugar, motivado a la producción, urgido por la propia dinámica de un grupo que se nutre de la actividad de sus componentes. Multiplica su acceso a textos y lecturas y, lo que es más importante, relativiza su creación limando, en el mejor de los casos, aquello de su obra que es demasiado él mismo, aquello que, fruto de un excesivo apego a su individualidad, es más exhibición egocéntrica que arte.

Pero he ahí, precisamente, el principal peligro. Salir en exceso de uno mismo, impulsado por el gusto colectivo, puede acabar convirtiendo a estos poetas en "profesionales", en el sentido que Gombrowicz daba a este apelativo en su discurso Contra los poetas: "podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo, porque tiene que expresar los versos".

Se me ocurre que los grupos pueden llegar a convertir a los artistas en una suerte de Zelig, el genial protagonista de la película de Woody Allen, que se modela y se inventa a sí mismo a partir del gusto o el interés de quien tiene enfrente. Porque el poeta se alimenta y retroalimenta de los suyos. Aunque también sea Gombrowicz quien advierte: "mi arte ha crecido no tanto en contacto con personas semejantes a mí, sino de la relación con el adversario".

Yo, en cambio, confieso que mi arte ha crecido en contacto con los poetas. No puedo escribir contra ellos ni dejar de encontrar utilidad en el intercambio que se produce con cada encuentro. Sin embargo, es ese ajuste a veces inevitable hacia el otro, ese gusto común que se construye o esa búsqueda de aceptación o (por qué no decirlo) de halago, lo que nos destruye como artistas.

Alerta, pues, ante el síndrome de Zelig, ante el compadreo y la creación indiferenciada que alimentan determinados círculos poéticos. No sea que de verdad tengamos que "parar la producción cultural" madrileña "para ver si lo que producimos tiene todavía alguna vinculación con nosotros". Gombrowicz, nuevamente.

7 comentarios:

  1. Los dos son como la espada.

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  2. Salmo 1.

    Zweig. Si no, trate de buscar poetas de la tierra, señora.

    El último poeta de la Tierra
    coloca,
    ladrillo a ladrillo,
    las palabras prohibidas
    en el último atardecer
    de su mundo en ruinas.
    "Soy comida para fantasmas",
    dice el primer verso,
    y una calima de sílabas malditas
    parece brotar de las páginas
    que carga a sus espaldas.

    No tiene quién le lea,
    el último poeta de la Tierra,
    pero las letras siguen encadenadas
    a sus cuadernos de notas
    y sufren la condena de atravesar
    la frontera que separa
    el corazón del olvido.
    No son mártires,
    pero tampoco heroínas.

    Jardines sin sombra,
    teñidas de dolor,
    el poeta incurable
    sigue mirando el mundo
    con sus páginas en blanco,
    paraíso virgen sin rimas,
    sin leyes, sin trampas.
    El fuego no puede matar
    estas palabras que sueñan
    con ser infinitas.

    El último poeta de la Tierra
    no sabe cuando escribirá
    sus últimos sueños,
    pero por si acaso
    nunca los termina
    con un punto y final,
    sólo con un silencio,
    que alza el vuelo del poema
    y se va,
    sin alas,
    sin dueño,
    más allá del último suspiro
    del último poeta en la Tierra...

    Joan Berenguer (Catalunya, España)

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  3. Gracias. Es un poema bien bello.
    Y aun con todo, el poeta que escribe como si de verdad fuese el último de la tierra, entregándose para nadie, siempre escribe para sí mismo. El problema surge cuando es el poeta quien aplasta al poema (el otro día me citaban a Cioran).

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  4. Tú escribes para ti, poeta. Siempre lo hiciste.

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  5. Espero entonces, en el plano literario, no aspirar a ser más que mis poemas.

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  6. Esperar es tener fe. Que siga creyendo, señora.

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  7. Qué bonito blog...me alegro que lo hayas colgado en el Faceb de Aarón. Besos

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